Algunas ideas en torno a la corrupción y la impunidad en México (es-pt)
Enlazando la historia colonial desde la conquista, el autor explora las condiciones del doble estándar en la cotidianeidad en la cual se imbrican los discursos de lo legal, lo ilegal y los usos y costumbres que alcanzan a todas las esferas de la vida social.
![]() ![]() 2017-04-22 “Corrupción, según Transparencia Internacional, es el abuso de poder público para beneficio privado; el abuso de cualquier posición de poder, pública o privada, con el fin de generar un beneficio indebido a costa del bienestar colectivo o individual; el desvío del criterio que debe orientar la conducta de un tomador de decisiones a cambio de una recompensa no prevista por la ley”. México: Anatomía de la Corrupción, 2016. He vivido en México la mayor parte de mi vida[1] y la corrupción ha sido parte de la cotidianeidad de mi cultura. Desde los sobornos a los policías de tránsito hasta los desvíos millonarios de los servidores públicos, los actos de corrupción son denominadores comunes para muchos mexicanos. En mi opinión, la corrupción que caracteriza a la cultura mexicana tiene múltiples y profundas raíces que se alimentan tanto de causas últimas (evolutivas e históricas) como causas próximas (circunstanciales y dinámicas). Propongo que la corrupción y su contraparte, la impunidad, son dinámicas que mantienen a la sociedad mexicana en una cohesión arcaica, caracterizada por lealtades locales con diferentes grados de sociopatía que instituyen un endeble estado de derecho, incapaz de garantizar los derechos humanos a todos sus ciudadanos. Además, la necesidad de manejar las ansiedades persecutorias y depresivas con escasos recursos fomenta, a su vez, prácticas que retroalimentan al sistema positivamente. Históricamente, lo que ahora denominamos México se ha caracterizado por agrupar poblaciones con profundas diferencias culturales e identitarias mediante sistemas coercitivos, necesarios para conseguir cierta estabilidad. Tanto en épocas prehispánicas como durante la Colonia, y hasta la época contemporánea, “México” ha sido muchos Méxicos, como lo ha constatado Bonfil Batalla en su obra “México Profundo”. Esta división entre grupos indígenas, castas (durante la colonia), clases sociales, es tanto amplia como profunda y mantiene vigentes prácticas sociales reminiscentes de la colonia, como las que se pueden observar en las relaciones del servicio doméstico con sus empleadores, o las que vinculan a casi todos los ciudadanos ante un contrato social heredero del “obedézcase pero no se cumpla”, del derecho medieval castellano. Prácticas que mantienen latente una relación de desconfianza entre las partes y administran mucho de las relaciones interpersonales en México y, por lo tanto, corresponden también al tipo de relaciones de objeto que caracteriza al mundo psíquico de los mexicanos. México es una nación tan corrupta como cualquier otra, dado que la corrupción a nivel mundial es más la norma que la excepción. Considérese que el promedio mundial es de 4.3 sobre 10, según el Índice de Percepción de la Corrupción. Lamentablemente, tomando estos mismos indicadores internacionales, México de hecho está retrocediendo. Desde esta perspectiva, México no solo no ha sido capaz de superar una cultura de cooperación “local”, de lealtades a grupos familiares o de amigos, que siguen intereses narcisistas y mantienen vacíos de poder. México parece estarse alejando de una cultura de legitimidad y empatía hacia una de mayor impunidad y fragmentación, donde el aumento de ansiedades persecutorias motiva acciones de creciente sadismo, institucionalizado o no, que erosiona la experiencia de seguridad de todos los ciudadanos. Algunos datos: En el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) elaborado por Transparencia Internacional, donde se miden los niveles de percepción de la corrupción de alrededor de 170 países, México obtuvo en el 2015 una calificación de 35 puntos sobre 100 posibles. México es el único país que de hecho ha retrocedido en los últimos años en dicho ranking, del 72 al 95 en 7 años. En el 2014, el Banco Mundial también reprobó a México con una calificación de 26 sobre 100 posibles. Si bien el presupuesto que se ha destinado en distintas organizaciones para combatir la corrupción en México ha incrementado un 94% del 2004 al 2016, los resultados son desalentadores: e Índice de Estado de Derecho 2015 del World Justice Project ubica a México entre los 20 países donde los servidores públicos son más corruptos, junto con Pakistán, Afganistán, Liberia y Venezuela, entre otros. Podemos comenzar a entender lo anterior si consideramos que los partidos políticos en México no adoptaron un pacto en favor del estado de derecho, del bien común, sino un pacto tácito a favor de la ilegalidad y la impunidad. Un pacto sociopático que reza, en palabras de María Amparo Casar, “tapaos los unos a los otros”, lo que refleja un compromiso local a favor de beneficios personales a costa de beneficios nacionales. Si el desarrollo tanto individual como grupal requiere de la capacidad de renuncia a gratificaciones inmediatas a favor de ganancias futuras, la lealtad local e inmediata de los tomadores de decisiones evidencia la angustiosa realidad de que las autoridades no procuran el bienestar nacional. En una de sus últimas entrevistas antes de morir, el ex presidente Miguel de la Madrid dijo a la reportera Carmen Aristegui que en México era omnipresente un “pacto de impunidad”. Si bien los actos de corrupción pueden ser rentables para sus beneficiarios en el corto plazo, en el agregado sus costos son mayores que sus beneficios. Los estudios sugieren que por cada punto adicional del IPC se prevé un incremento promedio de casi 6 % en el PIB per cápita; sin mencionar que la corrupción afecta negativamente otras variables del bienestar que no capta el PIB. Sin embargo, lo anterior hace sentido sólo si omitimos que el bienestar nacional no es el objetivo de los partidos políticos y los legisladores mexicanos. Su beneficio es narcisista, local e inmediato, a costa del bienestar futuro de la mayoría. Expresidentes y otros funcionarios no sufren estos costos, ya que tienen salarios vitalicios, pero las familias mexicanas en promedio deben destinar un 14% de su ingreso, y hasta un 33% en las familias con salario mínimo a gastos por corrupción. Otro costo asociado a la corrupción en México es la violencia: el reporte Peace and Corruption, elaborado en 2015 por el Institute for Economics and Peace, explica la relación que existe entre la paz y la corrupción. En particular, demuestra que una vez que un país alcanza un cierto nivel de corrupción hay un punto de inflexión (tipping point) en el que un pequeño aumento en la corrupción lleva a un aumento significativo de la violencia. México se encuentra entre los 64 países que, al momento del estudio, estaban cerca de ese punto de inflexión, con 110 mil homicidios dolosos en los últimos 9 años. Y si los niveles de corrupción en nuestro país son de los más elevados a nivel mundial, los de impunidad son aún peores: en el primer reporte del Índice Global de Impunidad (2015), México aparece clasificado en el último sitio. En ese mismo reporte, por ejemplo, se señala que el 46% de la población carcelaria está detenida sin sentencia. Por impunidad entendemos la ausencia – de hecho o de derecho- de responsabilidad penal, civil, administrativa o disciplinaria por la comisión de delitos o conductas de corrupción tipificadas en las leyes. En otras palabras, que se tenga dinero suficiente para poder hacer lo que sea. En la “jerga” de la Ciudad de México se le llama “tener una velita prendida”, esto es, contar con mil pesos para sobornar al policía y no ir a la cárcel, en caso de ser detenido. Esta expectativa de impunidad es uno de los factores más relevantes para explicar la extensión y frecuencia de la corrupción, ya que eleva la ganancia esperada de un acto de corrupción y conduce a un círculo vicioso: si las autoridades no se rigen conforme a la ley ¿por qué pagar impuestos, si éstos serán desviados a las cuentas personales de los funcionarios corruptos? Este movimiento hacia la comisión de delitos favorece un equilibrio pernicioso si genera incentivos inmediatos para las empresas, los individuos y los servidores públicos que entonces refuerzan esas prácticas, en lugar de combatirlas. Dinámicamente hablando, podemos reconocer las ansiedades persecutorias que la ausencia de responsabilidad despierta en los ciudadanos debido al temor a la retaliación y que, ante la imposibilidad de encontrar vehículos legales para procurarse seguridad, recurren a las mismas prácticas corruptas que entonces adquieren una cualidad mágica-omnipotente además de práctica, pero que también alimentan la ansiedad escindida asociada con el desamparo y la vulnerabilidad. Y el sistema se retroalimenta positivamente. Veamos de lo que estamos hablando: La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública reportó 33.5 millones de delitos ocurridos en 2015, de los cuales solo 3.6 millones (10.7%) son denunciados. De éstos, 67.5 % se incorporaron en una averiguación previa, cifra equivalente a 2.4 millones. Con estas cifras, el porcentaje de impunidad alcanza el 92.8%. Nueve de cada diez víctimas en México no puede recurrir a las autoridades como estrategia de reparación. ¿Qué tipo de legitimidad adquiere este servidor público? No se puede aspirar a un estado de derecho sin que las personas asuman la obligación de obedecer la ley por sí mismos y actuar voluntariamente de acuerdo a la obligación pactada. El interés egoísta individual debe coincidir con el interés de grupo, canjeando un tanto de libertad por otro de seguridad. Para ello es necesario que las personas crean que la decisión legal es moralmente correcta; que sientan que las decisiones se realizan de manera justa e imparcial; confíen en los motivos de los tomadores de decisiones y que están siendo tratados con dignidad y respeto, el súper yo individual debe de ser compatible con las normas del estado. Cuando la percepción es que las normas sirven a los intereses de los poderosos antes que el interés general o que las leyes no aplican por igual a todos, entonces su cumplimiento depende más del temor al castigo que en su seguimiento voluntario, y los intereses egoístas se sobreponen a los altruistas. La percepción de una autoridad como opresiva y corrupta hace que su cumplimiento sea rechazado por los ciudadanos. Éstos no sienten deseos de cumplir la ley, respetar las instituciones, las autoridades o a las personas, dado que hacerlo los deja en una situación de mayor vulnerabilidad, al menos en el corto plazo. La narrativa que hace de la ley algo opresivo convierte a su cumplimento en un acto de sumisión, no de cooperación. Los que respetan la ley son devaluados al tener que asumir por si mismos los costos, mientras que el resto idealiza a los líderes de organizaciones criminales en revistas, canciones y telenovelas. Las bodas de los políticos y los 15 años de sus hijas reciben cobertura nacional. Tanto la corrupción como otras formas de ilegalidad en México corresponden más a rasgos de carácter, más esperado implícitamente que aceptado explícitamente como patrones de comportamiento; reprobable más que denunciable, pues el agresor es el mismo encargado de cuidar, al punto que las excepciones ya no son interpretadas como ejemplos de cumplimiento de la ley, sino como cumpliendo con algún interés oculto dentro de la misma lógica corrupta, o bien como un error o falta de inteligencia, como refleja el dicho popular “el que no tranza (hace trampa) no avanza”. En este contexto, tanto los ciudadanos como los servidores públicos en México encuentran en la fórmula “obedézcase pero no se cumpla” del derecho medieval castellano, una forma de doble pensar orweliano, una escisión necesaria para convivir con el agresor, a quien se admira y ama. Como ha dejado claro Edgardo Buscaglia, mientras los intereses políticos prevalezcan sobre los humanitarios, las reformas necesarias que México necesita y que ya se conocen, seguirán siendo aplicadas parcialmente o de manera cosmética, destinadas a mantener privilegios locales a costa de la “seguridad personal”. Un ejemplo de esto es la incipiente e incompleta implementación del sistema Nacional Anticorrupción. Es quizás por esta agresión explícita y crónica que la población, en general, no considera ya la violación de las leyes un problema, sólo el ser sorprendido haciéndolo. En este sentido, torcer la ley, o darle la vuelta y obtener beneficios inmediatos también se vuelve una forma de protesta o resistencia cotidiana, además de un mecanismo adaptativo necesario para la supervivencia diaria. De ahí que si bien se reprueba públicamente la participación en el sistema corrupto, las personas son prontas en promoverlo cuando las condiciones se le presentan aludiendo que todos lo hacen. Esta interpretación permite mantener una visión positiva del sí mismo mientras que se le atribuye solo a los funcionarios públicos la valoración negativa. Lo anterior no necesariamente equivale a una legitimización de la corrupción, sino que refleja la desesperanza aprendida de muchos, producto de la falta de confianza en los sistemas de seguridad y justicia que genera un estado depresivo y ansioso. Por el otro, también es una identificación con el agresor, identificación necesaria para conseguir una solución inmediata en un entorno donde no se cuenta ni con el respaldo colectivo ni con un futuro predecible. México y los mexicanos enfrentamos una situación compleja. La corrupción y la impunidad vulneran la confianza básica necesaria tanto en las instituciones como en los connacionales. La agresión que sufrimos viene tanto de arriba hacia abajo como desde abajo. Las figuras encargadas de protegernos nos inspiran miedo. Los gobernantes son elegidos pese a contar con acusaciones de pederastia y desvíos millonarios. O quizás es por eso que son los representantes del ideal para muchos mexicanos, quienes convencidos de que no se puede vivir de otra forma, aspiran a ser exitosos dentro del mismo sistema. Cambiar de posición, mas no de juego. Y para unos pocos resulta una realidad que inspira a muchos. Hay muchos mexicanos en la revista Forbes. Esta promesa gana mayor peso en el contexto de desamparo e impunidad en el que la mayoría vivimos. Revertir esta tendencia se hace cada vez más necesario pero difícil, ya que los actores aislados, sean reporteros o activistas sociales, son foco de toda la agresión de quienes gozan de privilegios económicos y políticos. La acción y la comunicación se inhibe por la falta de colaboración, nacional e internacional. Mientras la comunidad internacional pueda seguir viendo a México como un socio comercial pese a las violaciones a los derechos humanos en que incurre, la seguridad nacional seguirá siendo a costa de la seguridad personal. COMENTARIOS |
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