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Corrupción: entre lo voraz, el lazo social primario y la alteridad (es-pt)



Estas líneas son el producto entretejido de muchas ideas pensadas en nuestro espacio de trabajo, sin pretender arribar a esclarecimientos tajantes en relación a un tema tan viejo como algunas de las profesiones más antiguas del mundo, evitando abandonar el pensamiento psicoanalítico en estas cuestiones tan enlazadas con la política, la economía, la sociología, el poder.



Juan Pinetta, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
APA / juan.pinetta@red-net.ar

 



2017-04-22


Sigmund Freud, con sus textos sociales, se atrevió a ir más allá del consultorio para analizar, desde su invención, el espíritu de su época, su zeitgeist. Y entonces… ¿Por qué no seguir nosotros con esta costumbre, desde distintas geografías y enfoques?

Y lo que fuimos advirtiendo a medida que avanzaban nuestras discusiones, fue la dinámica subyacente en las relaciones corruptas, perversas, sobre las cuales el psicoanálisis ha dado muchas producciones teóricas y clínicas.

Relaciones que generan distintos vínculos: relaciones entre un sujeto omnipotente y sujetos devenidos objetos sin capacidad de empoderarse; relaciones entre líderes y grupos que funcionan a modo de hordas primitivas guiadas por lógicas mafiosas. Vínculos entre sujetos en posición de desvalimiento que dependen de un líder, con quién pueden mantener un lazo de supervivencia, de protección; líder que puede llegar a proveer tanto seguridad material como psíquica.

Así, nos pusimos a pensar en la bidimensionalidad de este tipo de relaciones, donde no existiría otra cosa que ese pacto/código entre un líder (a quién llamaré el Uno) y los suscriptores del mismo. Pacto perverso que relega la terceridad, a modo de ley externa que regule esta relación. Terceridad que puede constituir conocimiento, o sea la posibilidad de descubrir otros caminos y seguirlos, tan sencillo como eso. Sobre el Uno, la bidimensionalidad y la terceridad, volveré más adelante.

Y se nos ocurrió pensar en la importancia que tiene el congelamiento de la alteridad en la producción del pacto corrupto, es decir la borradura del otro como par, como semejante… vale decir, la eliminación de toda empatía hacia el otro, empatía incluso no nacida o desilusionada en muchos casos.

Operación necesaria para dar rienda suelta a la desmesura y la voracidad con el fin de satisfacer las ansias narcisistas enriquecedoras de una omnipotencia patológica, dada por la ley del padre de la horda primordial que mencionaba Freud en Tótem y Tabú, haciendo la salvedad de que en nuestra época, además, se exalta el individualismo y el éxito como fin sin importar los medios.

De este modo, pasamos a considerar esa instancia donde una serie de personas aisladas y sometidas se agrupa para tener poder y así combatir a una fuerza abusadora. Sucede que logrado el cometido, es decir, haber vencido a la fuerza que violentaba a este grupo de personas, ahora este ha descubierto un nuevo poder a su libre disposición, que no solo brinda la posibilidad de establecer una ley justa, sino también la posibilidad de dar rienda suelta a los impulsos quebrando los diques psíquicos que impiden la desmesura, reproduciéndose así la ley del Uno, en un fenómeno que no excluye la masa.

Pero para que esto se mantenga en el tiempo, es necesario que se naturalice la existencia, la idea de una corrupción generalizada, avalándose así las prácticas de ciertos líderes representantes de instituciones públicas, privadas o mixtas. Y esto sucede a través de cierta dialéctica en la que, casi subrepticiamente, el sujeto quedaría envuelto, siendo compelido a realizar acciones transgresoras por necesidad de defensa vital, de supervivencia.

Complejizando la cuestión, pero sin dejar de lado la idea de tensión permanente entre la “autonomía individual” y la “autonomía social” que atraviesa este trabajo, hay que recordar que la ley escrita, legal y jurídica no implica por su sola existencia que sea justa, pues puede haber leyes perversas (y la historia tiene sus ejemplos). Y también que las leyes se obedecen porque tienen autoridad por vía del terror o por vía del reconocimiento. Y que hay leyes no escritas en los papeles, de lo cual pretendemos ocuparnos nosotros.

Ahora bien, se supone que hay acuerdos, pactos sociales erigidos gracias a la evolución del entramado social a partir de acuerdos comunitarios, de los cuales da cuenta el míticopacto fraterno, no exento de esa tensión consistente en el impulso permanente a transgredirlo, destruirlo, en el sentido que Freud alertara en sus textos sociales.

Metafóricamente, se pondría en permanente tensión el pasaje de la ley del Uno, es decir del padre de la horda primordial que privaba a los hermanos del bien codiciado, las mujeres, a la ley de la Comunidad dada a si misma por la comunidad de hermanos tras haberse rebelado, prohibiéndose a partir de entonces el consumo incestuoso de las mujeres del mismo clan, habilitando el intercambio exogámico: esta mujer seguirá interdicta, las de afuera, ahora no.

Se podría apelar, sólo en esta instancia mítica y sus repeticiones, a las palabras de Albert Camus: “la rebelión es el acto del hombre informado que posee la conciencia de sus derechos” frente a la sinrazón de una existencia injusta e incomprensible. Una vez adquiridos los derechos y su satisfacción, se establece una tensión entre el poder, la ley y los derechos; en suma, el permanente malestar en la cultura.

Culturas cuyas comunidades o sociedades, si se quiere, están inmersas en un entramado que tiene sus representantes, muchos de ellos objeto de idealización, como podría haber sido ese mítico Gran Hombre (der grosse mann) que Freud mencionara en Moisés y la Religión Monoteista. Gran Hombre que mantenía ciertos derechos igualitarios y compensatorios sobre la fratria, en una progresión utópica hacia una “Edad de Oro” de la humanidad, algo que ya Freud señalaba de difícil realización, dado que toda “cultura debe edificarse sobre una compulsión y una renuncia de lo pulsional” (1927, p.6).

Cabe aquí diferenciar entre el concepto de sociedad y el de comunidad, aún vigente desde la Ciencias Sociales. Durkheim señalaba esta diferencia en el paso del entramado comunitario al entramado de la sociedad industrial. En el colectivo comunitario la percepción del otro era concreta, real, y las leyes se aplicaban sobre el transgresor en forma directa. En la sociedad capitalista y/o industrial, la percepción del otro, del semejante, se volvió difusa, funcional, y las leyes se volvieron abstractas, debiéndose responder ante el sistema social y ya no ante un sujeto singular.

Esa identificación con el representante social (o comunitario) idealizado implicaría una asignación imaginaria de poder y prestigio y -a la vez- la ambición de ocupar ese lugar. Podría iniciarse entonces un camino hacia la sustitución del representante en cuestión mediante la imitación, proceso que –en muchos casos- puede incluir el sometimiento como primera parte de esta dinámica.

Pero ¿es lo mismo corrupto que transgresor? Nos pareció importante discernir esto, ubicando al primero como detentador de un poder que perpetúa e impone en el tiempo un sistema discursivo en el cual se dice una cosa pero se hace otra (como una de las variantes de la corrupción). Por ejemplo, que hay que certificar que se han cumplido ciertos controles para la importación o exportación: pero con una coima se consigue la certificación rápidamente, habiéndose evitado así los “engorrosos y molestos caminos burocráticos de la legalidad”.

El corrupto sería quién fomenta este sistema, mientras quién lo actúa sería el transgresor.

Se consideraría transgresor a la ley al actor circunstancial o por extrema necesidad, cabiendo la pregunta acerca de si es corrupción no pagar impuestos, eludirlos, sobre los productos obtenidos a partir del propio esfuerzo porque se hace imposible pagarlos…

En este punto, nos dimos cuenta de cierta trampa en esta pregunta: hacerla significaría preparar el terreno para que quien transgrede por necesidad, ingrese en un sistema corrupto, naturalizándolo, siendo anulada su posibilidad de denunciar o cuestionar a quienes roban millones desde la función pública, por ejemplo.

En esta línea, recordamos que la mafia (institución paradigmática para nuestro fin) tuvo su origen en una necesidad de la comunidad de Sicilia de protegerse del poder central de Italia, a mediados del siglo XIX, lo que incluía el pago de impuestos a los gabellotti (recaudadores) representantes del poder central. El sistema de protección, asociado en principio por lazos de sangre, fue exitoso. Pero luego se volvió un sistema de extorsión que incluía la amenaza de destrucción dentro de las mismas comunidades.

En este punto, volvemos al enfrentamiento mítico del poder comunitario al poder del Uno: lo que dio nacimiento al primer derecho que Freud aprecia en Tótem y Tabú, oponiendo a la fuerza del Uno la fuerza de la nueva comunidad de fuerzas, generándose allí la ley compartida por todos, la comunidad de hermanos.

La corrupción aparecería como dilución de esa transacción mítica, situándose en la conformación de grupos de hordas de hermanos (equiparables a mafias) que tienen en sí un poder, tanto temido como, a veces, anhelado.

Poder que permite la desmesura, como acto violento frente al débil, frente a la comunidad disgregada, desintegrada, en una doble responsabilidad. Por un lado el detentador del poder, y por otro los ejecutores secundarios, con sus daños directos e indirectos.

Por un lado se ubicaría el poseedor del semblante de padre poderoso, protector y temido, y por otro aquellos que buscan en ese primero protección y ciertos beneficios, aunque sea para la supervivencia, renunciando al empoderamiento, lo que significa valerse por sí mismos.

Se anhelaría acceder al lugar admirado, más allá del tipo de poder, en una doble infantilización: la del corrupto –omnipotente que no necesita a nadie, salvo como objetos servidores de sí-, como la del seguidor/desvalido que se ubica en una posición de demanda de protección por desvalimiento: podría decirse que no sabe lo que realmente paga con esa transacción, lo que pierde.

Volviendo a la génesis mítica del primer derecho, a partir de la confabulación de los hermanos de la horda primordial, o de lo que sucedió con la mafia en Sicilia al inicio, pareciera que siempre hay un potencial punto de quiebre donde la instauración de la ley comunitaria (o social, si se quiere) no termina de impedir la desmesura de la compensación narcisista o de auto-conservación una vez que ésta a empezado a desarrollarse: una vez descubierto el poder de masa que otorga la alianza de varios, el grupo da rienda suelta a la agresión, reproduciéndose el sistema primario.

Es lo que –en general- parece haber pasado con grupos que proclamaban el bien común, tras acceder a los espacios de poder anhelados.

En suma, el poder se vuelve abuso de poder, y –en forma piramidal-, el mismo se ejerce hasta las partes inferiores de la organización, por ejemplo, en un entramado que implica lazos de tipo “sanguíneos”, generando una ligazón que impide terceridad, bajo amenaza de muerte: la denuncia implica terceridad, pero la amenaza de castigo por la violación del silencio debido, perpetúa la bidimensionalidad del contrato perverso.

Especie de contrato incestuoso que inhibe el conocimiento como vía posible a la terceridad: el darse cuenta de la existencia de una relación perversa que derivaría en la aparición de un derecho, que consistiría en librarse de este contrato.

Así, entramos de lleno en la naturaleza violenta de la corrupción, pues es un sistema que irrumpe y fuerza la voluntad del sujeto en sociedad: algunos son coptados como parte funcional del sistema en clave gozante (el empuje a la actuación), otros son sometidos a practicar actos de “negociación” bajo cuerdas en clave de sometimiento (la transacción perversa), para acceder a ciertos beneficios de supervivencia como única posibilidad visible (el “no queda otra”, el “todo es así”, “siempre fue igual”).

Se reproduce la relación entre el pervertidor y el pervertido, lo que en suma es corrupción (relación entre el perverso y la “parte” perversa –infantil- del neurótico dirían algunos). Al decir de Guillermo Carvajal, “cuando permitimos la perversión, de manera activa o pasiva, estamos educando en corrupción” y “si actúo el impulso crudo, soy perverso. Si enseño a hacerlo, soy corrupto”.

Ese gran otro, podría representar el papel de (1) padre de la horda primitiva, (2) ser caracterizado como el modelo de la sociedad de consumo que señala qué pertenencias debemos poseer para ser tenidos en cuenta, a modo de condición de existencia, (3) ser un líder carismático, (4) o ser el padre simbólico que da acceso al imperativo kantiano, por mencionar algunas posibilidades.

Suscripción de un pacto de sometimiento que propone un señuelo para el suscriptor: crea un lazo, un ser tenido en cuenta.

La voracidad del consumo, del poseer, se vuelve un antídoto cuasi mágico frente a la “corrupción” producida por el paso del tiempo en el cuerpo y el psiquismo. Poseer que no necesariamente tiene que ver con el consumo o la posesión de objetos, sino también con la posesión de voluntades, tanto en los llamados regímenes capitalistas, neoliberales como en aquellos que son su presunta antítesis.

Ser tenido en cuenta por este gran otro puede implicar y justificar el costo de romper el pacto social con la alteridad en sentido amplio, generándose un escotoma social, para adherir e identificarse al padre primordial interno, lo que en última instancia significa poseer a la madre, mujer de mujeres…

No hay posibilidad de alteridad, porque ese reconocimiento alteraría la integridad del sujeto corrupto, negando omnipotentemente el paso del tiempo.

Podría pensarse que es la repetición del “apoderamiento” de lo del otro para Ser, haciéndose imperativo “tener para ser”. Lo contrario sería la transformación de esta pulsión de apoderamiento en “empoderamiento”, en donde uno puede desarrollar sus potencialidades y sus capacidades en cierta autonomía en asociación comunitaria, en cierta sintonía con la tensión equilibrada que mencionaba Castoriadis entre las necesarias “autonomía individual” y la “autonomía social”.

Esto lleva a la tensión entre la subsistencia material (concretud) y la subsistencia psíquica (simbólica). Lo que nos lleva también a la condición del “sentido” de la existencia, donde para algunos el único sentido de existencia es la voracidad, consumir como solución derivada de la pulsión oral-canibalística sin desarrollo ulterior, y donde para otros el único sentido de existencia es ser tenido en cuenta por otro (sea el gobernante de turno, sea una ideología).

En el primer lugar se ubicaría la posesión de la madre (bidimensionalidad, simbiosis y hasta fusión), en la segunda, bueno, un abanico de posibilidades, incluyendo una interdicción que quedó a medio camino, la necesidad dominante de ser tenido en cuenta por el otro, y tal vez como un déficit en el proceso de subjetivación

Quizás, para ir finalizando, en este punto se entendería la razón por la cual ciertos conglomerados acompañan el comportamiento corrupto de grupos de poder: porque en un punto tendría que realizarse el arduo trabajo de romper cierto cordón umbilical que funciona como vínculo vital y único, más allá del cual no habría nada que pueda sostener ese psiquismo, y también –una vez vencida esta bidimensionalidad- reconocer a los otros como semejantes, como alteridad comunitaria ampliada.

Pero bueno, bajo el riesgo de quedar a medio camino, y pensando que quizás en este punto ya estemos orillando la cuestión del fanatismo, al referirnos a la adhesión pasional a liderazgos perversos que niegan la diferencia, vamos cerrando nuestra breve exposición con la esperanza de incentivar el intercambio.

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